Nunca fui tan consciente como hasta ahora sobre la eternidad de
las decisiones y el efecto defectuoso de las palabras.
No reconozco a la figura
abstracta del espejo, y le observo tras cortinas saladas que cubren mis ojos.
Habito una cascara desconocida y hueca; aún no he aprendido a
convivir con el extraño que dice ser mi cabeza.
La debilidad me consume, los huesos yacen sobre la piedra y la
respiración forzada y temerosa deja paso a la asfixia voraz.
Busco con vehemencia
y desasosiego la antigua fortaleza valerosa que me acompañó en antaño, la cual
parece haberse desgastado entre niebla y solitarios bosques.
La busco en las manos frágiles de mi madre.
La busco en los ojos oscuros de mi padre.
La busco.
Mi mente se bifurca
en dos ríos rocosos y abruptos.
No es una simple disputa entre ángeles y demonios,
una batalla entre el bien y el mal.
En mí se labra una auténtica guerra del desgaste, dónde solo
habitamos la oscuridad y yo. Una guerra en la cual gana el primero que mate al otro.
Mi problema es no saber si quiero ganar yo, o que ganen mis demonios.